Hace ya unos cuantos años, en la Escuela Navarra de Teatro (ENT), en Pamplona, descubrí a La Zaranda cuando trajeron a su escenario uno de sus primeros espectáculos. Se trataba de "Perdonen la tristeza", allá por el ridiculamente mitificado noventaydos... Nunca había visto nada parecido y pocas veces se me ha vuelto a revelar algo de esa trascendencia en mi andadura artística en general y teatral en particular. Poco después ingresé en la Escuela, donde finalizaría mis estudios de Arte Dramático, y además de todos los maestros con los que tuve la suerte de aprender, ver el trabajo de compañías como La Zaranda fueron una inspiración para seguir en este mundo y no dejar de amar el teatro.
Cuando todavía cursaba mis estudios, volvieron La Zaranda a las tablas de la Escuela: "Obra Póstuma" y "Cuando la vida eterna se acabe" se pudieron ver en Pamplona gracias a la magnífica labor que desde la ENT se ha realizado para con la vida teatral pamplonesa. Recuerdo que algunos compañeros de clase, tras ver "Cuando la vida eterna se acabe", fuimos a tomar unos vinos después de la función, para comentar lo que acabábamos de experimentar. Estábamos todos emocionados, eufóricos, temblando por lo que acabábamos de ver. La energía que había en nosotros, la inyección de pasión por el teatro que nos supuso ver a La Zaranda, se mantiene viva hoy todavía, quince años después. Aquello fue una ceremonia con la que he seguido comulgando cada vez que han estrenado nuevo espectáculo.
Ahora acaban de recibir el Premio Nacional de Teatro. Me imagino a mí mismo saliendo ahora a la calle, en esta tarde en la que nieva sobre Madrid. Me detengo en una plaza y pregunto a los transeúntes si conocen a La Zaranda. Nadie sabe de ellos, es como si inquiriera por un fantasma. Sigue nevando, los copos me van cubriendo, como al Minetti de Bernhard. Como si fuera un personaje de La Zaranda recibiendo los aplausos que no suenan...
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